Desde hace muchos años me ha interesado la cultura japonesa y todas sus manifestaciones culturales y artísticas. Esto, aunado por mi interés en el desarrollo personal y el crecimiento del ser humano, me ha llevado durante bastante tiempo a interesarme por el Zen, esa manifestación del budismo en su largo recorrido desde la India, pasando por China, hasta que fue importado por el monje japonés Dogen, a Japón.
Del zen siempre me ha llamado la atención su simplicidad y austeridad y su tolerancia hacia las creencias del individuo. Desde hace muchos años he leído ávidamente decenas de libros sobre budismo, zen y meditación, he contactado con reputados maestros extranjeros como Willigis Jäger y españoles como Dokushô Villalba, he visto videos, grabados…, pero nunca había hecho, lo que es el principal objetivo del zen: experimentarlo.
En mi intento de huir hacia la cabeza, de racionalizar todo, he olvidado que la experiencia es vida y la vida es experiencia. Es por ello, que este fin de semana, me he armado de valor y he decido apuntarme a un sesshin o lo que en español traduciríamos como retiro. Un espacio de tres días en profundo silencio y constante zazen; es decir, sentarse en un cojín, sin moverse, dejando que los pensamientos salgan sin agarrarse a ninguno de ellos y controlando la respiración.
Posiblemente ha sido una de las experiencias más duras de mi vida, hablando desde el punto de vista físico y eso que he de confesar que he realizado cientos de horas de psicoterapia, de terapia grupal, psicoanálisis…, pero esto lo supera todo. Imaginaros lo que es estar tres días sin moverse y sin hablar, en una absoluta inmovilidad… ¡Terrible!, al menos para un posible diagnóstico de TADH del adulto. Se experimenta un terrible dolor en las piernas, pies, cadera y espalda, la angustia y la ansiedad hacen acto de presencia y la necesidad de salir corriendo es imperiosa. Es posiblemente una de las sensaciones más claustrofóbicas que haya experimentado, como si me sumergieran la cabeza en una bañera llena y no me dejaran salir a coger aire. En estas condiciones el “maestro”, pretende que no me aferre a mis pensamientos y que focalice mi atención en la respiración, que para más colmo debe de ser abdominal. ¡Imposible para mí!.
Cuando regresé a mi casa, mi familia me esperaba expectante, pues deseaba que la experiencia me hubiera servido para relajarme, para estar más centrado, para ser más pleno y feliz. Lo único que pude hacer fue tomarme un analgésico y tumbarme en la cama.
No obstante creo que he aprendido algo de la experiencia, a parte de su dureza y es que lo importante es el cuerpo. ¡No tengo un cuerpo, soy un cuerpo!. Hay que huir del cerebro y concentrarse en el organismo y eso en ocasiones requiere dolor, mucho dolor. También he aprendido que debo centrarme más en mi respiración, aquella función fisiológica que más une cuerpo y mente y más genera estabilidad y solidez.
Me he propuesto entrenar todos los días, aunque me duelan las piernas y me sienta asfixiado por la inmovilidad, así que os iré comentando mis avances, pues mi evolución solo tiene una dirección…….avanzar, progresar y… crecer.
Por si os animáis a intentarlo en el largo puente que se avecina, os dejo con una explicación de la técnica.