Hace años que convivo con una enfermedad crónica, la diabetes. Desde entonces, no solo he tenido que aprender a habitar un cuerpo que a veces duele, que necesita ser escuchado las 24 horas del día para tomar decisiones permanentemente, un cuerpo que se agota o limita, sino también a convivir con un sistema que, en demasiadas ocasiones, deshumaniza. Lo vivo en primera persona, pero también lo veo cada día en mi trabajo dentro del tejido asociativo, en los comités de pacientes de los hospitales, en las formaciones que imparto a otras personas que, como yo, intentan cuidar de su salud en un entorno que a veces parece olvidarse de lo más básico: que somos personas.
Humanizar está de moda. Todo el mundo habla de “Humanización”. Se escribe en carteles, se menciona en congresos, se incluye en los discursos institucionales. Pero cuando alguien se atreve a decir que no se siente bien tratado, que no fue escuchado, que sufrió un trato frío o inhumano en un momento clave de su vida, enseguida se percibe como incómodo; como si cuestionar lo establecido fuera más grave que ignorar el sufrimiento.
Yo he visto lo difícil que es para muchos pacientes hablar desde su experiencia sin sentirse juzgados o desautorizados. También lo he visto en familiares que han acompañado procesos duros y han sentido que su dolor no cabía en el sistema. Participo en muchos foros sobre enfermedades crónicas y diferentes patologías, y en muchas ocasiones escucho estas experiencias. Trato de ser compasiva con ellos, y aliviar su malestar con mis palabras, o bien, buscar soluciones.
También lo he vivido con profesionales valientes que se atreven a poner sobre la mesa lo que no funciona, y que acaban siendo apartados o etiquetados como problemáticos. Humanizar, cuando se hace de verdad, mueve cosas. Y eso, inevitablemente, incomoda.
Humanizar dejando a un lado las excusas
Pero no se puede cambiar nada si no estamos dispuestos a escuchar lo que duele. La escucha auténtica no es pasiva ni decorativa: implica abrirse a la posibilidad de que lo que nos digan no nos guste. Implica dejar de justificar lo injustificable con excusas como “no hay tiempo”, “siempre se ha hecho así”, “no es tan grave” o “¡tendrías que conocer al paciente… ¡uy, tela!”. Hay que perderle el miedo a las personas que incomodan desde el dolor, porque muchas veces, las voces que más nos remueven son las que más tienen que enseñarnos. Yo no quiero formar parte de un sistema que calla al que sufre. Quiero formar parte de uno que escucha, incluso cuando duele.
En los espacios de participación donde colaboro, intento llevar siempre la voz de quienes muchas veces no tienen espacio para hablar: la de la persona con enfermedad crónica que necesita algo más que una consulta rápida; la del familiar que acompañó un ingreso traumático; la de los familiares que han perdido un ser querido y necesitan el acompañamiento en ese mismo momento: la del profesional que intenta cuidar con humanidad en un sistema que no siempre lo permite… Escuchar esas voces cambia miradas, pero solo si de verdad estamos dispuestos a ser compasivos, a ser sensibles y empáticos.
El problema es que la mayoría de las veces se nos invita a participar para dar nuestra visión de pacientes, pero sin dar espacio real a la transformación. Como si nuestra voz fuera útil solo para validar decisiones ya tomadas. La participación no puede ser un decorado, un cumplimiento de lo establecido en los Planes de Humanización. Tiene que ser una herramienta viva, que toque las estructuras. Y eso, a veces, implica conflicto, desacuerdo, debate. Pero ¿no es justamente eso lo que impulsa el cambio?
La amenaza del cambio
He aprendido que humanizar no es solo tratar con amabilidad. Es también crear condiciones para que las personas se sientan seguras al decir lo que necesitan, lo que no funcionó o lo que duele. Es aceptar que el sistema, tal como está, no siempre cuida. Y que reconocerlo no es una amenaza, sino el primer paso para transformarlo.
He de reconocer que en muchas organizaciones asistenciales se están implementando estos cambios y la presencia de representantes de pacientes están dando produciendo cambios significativos. Estoy deseando que estos modelos se proyecten, se copien, se implementen y produzca esa transformación tan deseada.
Hay avances, sí. Hay iniciativas valiosas, profesionales comprometidos, comités de pacientes que empiezan a tener voz, formaciones con enfoque más humano… Pero muchas veces, lo que se llama humanización se queda en la superficie. Se enfoca en gestos simbólicos, en campañas, en palabras suaves… Pero no llega al fondo; no revisa estructuras, no cuestiona inercias, no toca el poder y menos aún a los poderes decisores.
Humanizar incomodando
Hay que dejar de tenerle miedo a las personas que incomodan desde el dolor. Porque muchas veces, las voces que más nos remueven son las que más tienen para enseñarnos. Yo no quiero formar parte de un sistema que calla al que sufre. Quiero formar parte de uno que escucha, incluso cuando duele. Un sistema que se revisa, que se transforma, que pone a las personas en el centro, no como lema, sino como práctica diaria.
Humanizar también es incomodar. Y eso no es un problema: es una oportunidad. Porque si algo he aprendido en todos estos años de compartir experiencias con otras personas que viven con enfermedades crónicas, es que la verdadera transformación empieza cuando alguien se atreve a decir: “Esto así no puede seguir”.
Ojalá sepan escuchar esas palabras no como una amenaza, sino como una semilla de cambio. Porque humanizar no es suavizar, es transformar.
Pilar Martínez Gimeno, patrona de la Fundación Humans.
